Hace más de 6 meses que no vuelvo a casa.
Realmente se hace un tanto duro el hecho de volver a
enfrentarme a la realidad de mi vida en Alicante. Esa vida que dejé aparcada el
30 de Junio de 2012 para comenzar una nueva vida, una vida que por vez primera
desde hace demasiados años pude decidir.
Recuerdo cómo soñaba con el minuto en el cual volaría de
casa de mis padres. Recuerdo que
cuando me marché por vez primera, con Iván, fue un disgusto. Me iba sin
trabajo, sin dinero y por una mala situación. Así de mal salió. Tuve que volver
a casa. Y esta año he vuelto a marchar pero esta vez espero no tener que
volver. Espero haber abandonado el nido de vez definitiva.
El día 23 cumplo 26 años.
Soy demasiado mayor para seguir soñando con los finales
felices. De momento me conformo con los principios felices. Porque si pudiera
vivir la historia con final feliz al principio, quizás elegiría o quizás no
elegiría ese principio, esa historia.
No creo que el problema acerca del final feliz radique en
ningún lugar, del mismo modo que no creo que sea una paranoia mía o una absurda
idea acerca de la vida, del amor y de esas cosas.
Creo que he asumido una gran realidad. Y la gran realidad
que he asumido es tan sencilla como que el final feliz no existe. Existe una
vida feliz, pero un final… creo que no soy ilusa al pensar que el fin puede ser
feliz o bonito. Intuyo que no lo va ha ser. Por diversos motivos. Por motivos
fisiológicos, por motivos biológicos, por motivos de amor, de compañía…
El fin nunca es feliz.
El fin puede significar un sosiego. El fin implica que acaba
una historia para comenzar otra, que se cierra una puerta y se abre una
ventana, que llegas a un cruce de caminos que te obliga a cambiar de dirección,
de destino, de fin.
El ocaso unas veces es precioso. Cuando marca el fin de la
conquista y da paso al más puro amor. En otras ocasiones es su antítesis.
Cuando marca el fin del amor puro y desinteresado y da paso al desamor, doliente
e hiriente.