martes, 25 de febrero de 2014

Invierno


Nunca creí que el comienzo de un libro pudiese emocionarme de tal manera cómo lo han hecho la primeras líneas de El Cuerpo de Stephen King…
Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de contar. Son cosas de las que uno se avergüenza, porque las palabras las degradan. Al formular de manera verbal algo que mentalmente nos parecía ilimitado, lo reducimos a tamaño natural. Claro que eso no es todo, ¿verdad? Todo aquello que consideramos más importante está siempre demasiado cerca de nuestros sentimientos y deseos más recónditos, como marcas hacia un tesoro que los enemigos ansiaran robarnos. Y a veces hacemos revelaciones de este tipo y nos encontramos solo con la mirada extrañada de la gente que no entiende en absoluto lo que hemos contado, ni por qué nos puede parecer tan importante como para que casi se nos quiebre la voz al contarlo…
Evidentemente cada persona interpretará este comienzo de un modo completamente propio y diferente. Es más, es probable que yo haya interiorizado demasiado estas frases y tan sólo recurra a mi constante afán por dotar de sentido cada frase, cada verso, cada palabra … en resumen, todo lo que llega a mí.
Por vez primera he leído (y sentido como propio) un sentimiento que encajaba a la perfección con mi interpretación de mi propia realidad.
Y consuela.
Porque he creído durante toda mi vida que debería inventar nuevas palabras que ajustaran el contenido y la intensidad de lo que siento con cómo se interpreta tras verbalizarlo. Intuyo que sucede un poco cómo suele ocurrir con los distintos significados e intensidades de las temibles palabras “te quiero/te amo”. Respecto a las cuales vivo creyendo que ninguna persona que haya amado ha sentido de verdad lo que significaba mi amor. Tan sólo porque cada ser humano tiene su propia interpretación de la realidad, sus propios baremos y manera de cuantificar. Aunque bien es sabido que el mero esfuerzo por intentar dotar de valor numérico a un sentimiento es una hazaña imposible de llevar a cabo sin obviar la terrible estupidez que implicaría tan sólo pensar en ello.
Tras años de duro y arduo proceso de comienzo del autodescubrimiento pude por fin conocer a ese ser humano que se ha convertido en mi persona favorita. Y digo pude porque la vida nos dispuso a ambos en el mismo punto y todo comenzó cuando empezamos a ver realmente. Concretamente las palabras que suelo emplear son … y supongo que así comenzó todo, cuando pude empezar a ver realmente.
Con él, con mi asterisco particular [ese hombre que no sólo tiene el hueco de amor de mi vida y mejor amigo sino que amante, compañero, persona a quien admirar… también le definen sin olvidar que cada instante se va ganando a pulso ocupar nuevos huecos que él crea en mi] he tenido por vez primera esa sensación en el amor. La sensación de que ha cambiado tanto mi vida que el mero hecho de verbalizarlo estropea el sentimiento; me hace sentir que no estoy siendo justa con mis sentimientos por él, son infinitos pero al transformarlos en acciones y palabras, en hechos y declaraciones se pierde en el proceso más del 99% de su intensidad. Quebrarse la voz –tal y como afirma Stephen King- es una nimiedad a cómo me rasgo por dentro al ver que por más esfuerzos que hago no soy capaz de dotar de más carga emocional, de más realidad y justicia para con ellos, mis sentimientos claro.
Y tengo miedo. Y no desaparece. Y es bien fácil entender los motivos, son racionales. Muy acordes al hecho de que si siento que se diluye aquello que internamente me parece ilimitado, normal que tenga miedo.
Tengo miedo a que mis sentimientos nunca le lleguen tan cual son. Tengo miedo de que se vaya de mi lado sin llegar a saber realmente cuanto le amo. Tengo miedo de que no sienta ni sepa que esto es un amor único en la vida porque es único, irrepetible, de los que con un solo segundo de él podría morir tranquila por haber vivido un amor verdadero y con la certeza de que la vida sí ha tenido sentido.